Las metáforas que solemos usar en nuestra comunicación e interrelación familiar, laboral, intelectual y hasta espiritual, llenan de manera precisa y elocuente los vacíos que el lenguaje purista nos impone. Pero no se queda simplemente, ahí… Enriquecen el discurso, le dan vida, generan cercanía con el interlocutor o lector identificándonos, pues el dibujo imaginario acude, naturalmente, a nuestro plano sensorial.

Un interesante trabajo publicado en El País, con autoría de Marta Rebón – “Lo que nuestras metáforas dicen de nosotros”, cita, entre otros, a Lakoff y Johnson para explicar que “las alegorías dibujan el mapa conceptual sobre el cual observamos, pensamos y actuamos” Nada más cierto. Ante la dificultad para hacernos entender en la comunicación, sea discursiva, coloquial o escrita, casi siempre recurrimos al ejemplo que no es otra cosa que el lenguaje figurado, a través de la metáfora y el refrán.

Con este recurso, hacemos del mensaje algo mucho más directo y contundente, a la vez que revelamos nuestro parecer o nuestros deseos. Diríase que hoy día, en nuestro país, las circunstancias han puesto de moda muchos de éstos para aludir a políticos, su reputación, sus candidaturas: A ese no le creo ni el Padrenuestro, más vale malo conocido que bueno por conocer, pero resulta que ese otro tiene rabo de paja o se le ven las costuras, quizá es que el que nace barrigón ni que lo fajen chiquito. Los otros, que no se vistan que no van  y aquellos son de la misma especie: caimán y baba.

Pero los mensajes esperanzadores, llenos de fe y optimismo son los más frecuentes entre todos los venezolanos. Aquel, que señala «El tiempo de Dios es perfecto», no pierde vigencia al igual que la justicia, divina o no, tarda pero llega… Y Dios aprieta pero no ahoga, o no hay mal que dure cien años, (ni veinte) ni cuerpo que lo resista. Y para no rendirse, ni doblegarse, nada como imaginar que en lo más oscuro de la noche es cuando comienza el nuevo amanecer. Y, por supuesto, Dios con nosotros.